jueves, 2 de julio de 2009

Avenida "Sabor Troopical"



LOS SÍMBOLOS, EL LENGUAJE Y LA TRADICIÓN EN LAS NOVELAS REGIONALISTAS

Las “novelas de la tierra” conforman, en opinión de Trinidad Pérez, la “primera fase coherente de la narrativa latinoamericana”. Éstas, después de la maduración que significó la narrativa decimonónica, fueron el fruto de una identidad consumada; prueba de ello es el pacto de verosimilitud que intentan crear los autores de dichas novelas. Intención que, tal vez, heredan de su tradición peninsular.
A modo de ruptura con su pasado inmediato, éstas novelas no buscan la creación de símbolos que identifiquen una región territorial con una identidad, sino que éstos, son más bien resultado de una identidad ya afianzada en el mestizaje.
No en vano son llamadas novelas telúricas pues su hilo común es la presencia de la tierra como personaje principal y el hombre homólogo a ella. Bastaría con citar la línea final de La Vorágine pare entender esta relación.
Podría decirse que en el fondo de las anécdotas que tejen los autores, permea la presencia del conflicto entre la civilización y lo salvaje; esto matizado en otros símbolos, como serían: La pampa, la selva y el llano. Este conflicto principal llevará al lector de la mano hacia otro de suma importancia en los comienzos del siglo XX: la modernidad y su relación antinómica con estos territorios periféricos en los que todavía domina una forma de vida más bien colonial, territorios que entre la violencia y la explotación tienden a desaparecer.
Borges matizaba el carácter elegíaco de Don Segundo Sombra diciendo que cada acto narrado en la novela crea la sensación de ser el último. Así, al leer la novela, en realidad llegamos a la contemplación de un mundo ya mítico. Es la misma Teresa Pérez quien recuerda que al escribir Güiraldes, el gaucho en realidad era una figura ya extinta. Así que lo que el autor argentino se propone es matar nuevamente al gaucho pero esta vez llevándolo a una apoteosis iconográfica de la tradición del cono sur.
A su vez tanto la pampa como el llano y la selva servirán de punto de referencia para entender la interioridad de los personajes que a ellas están ligados. Todos los padecimientos que sufre la tierra son asimilados por los personajes en una especie de mimesis envolvente. Aquí entrarían los caucheros, los gauchos, los terratenientes como Doña Bárbara y los ilustrados como Santos Luzardo y hasta Arturo Cova.
La relación medio-personaje se da, en gran medida, a través de la presencia de la violencia. En La Vorágine, por ejemplo, podemos recordar cómo se paraleliza el desangramiento de la selva por parte de los caucheros con el desangramiento que, a su vez, la selva les retribuye.
La violencia, dicho sea de paso, fungirá como catalizador de la acción que se desarrolla al interior del corpus literario, llegando, en algunos pasajes, incluso a tomar matices naturalistas. Violencia que se manifestará en distintos planos: en el gaucho, por ejemplo, será más emocional y en indio será mucho más física.
A todo esto se contrapone la imagen de la ciudad que siempre aparecerá de modo referido. Difuminada entre las conversaciones que la colocan en una posición de anhelo que nunca llega a cumplirse, salvo en la imagen de Santos Luzardo, que, en cierta medida, lleva la ciudad consigo.
Cabe destacar que en contraste con la tradición de novela latinoamericana, esta nueva narrativa no pretende tener un fin pedagógico sino simplemente construir un juicio crítico sobre una realidad altamente hostil para sus habitantes.

El lenguaje en las novelas, sobre todo en cuanto a sus personajes se refiere, está íntimamente ligado a la tradición de la novela española de finales del s. XX, especialmente representada por “Clarín” y Pérez Galdós, en la que se busca registrar el lenguaje oral como prueba fehaciente de una acercamiento a lo real.
La voz del narrador en las novelas no puede ser más disímil. Sólo en La Vorágine el lenguaje del narrador se encuentra en varios niveles; algunas veces tendiendo a lo lírico y modernista y otras afianzándose en la claridad narrativa. Esto puede ser un resultado del puchero emocional que es Cova. Recuérdese como ejemplo de lo primero el comienzo, sumamente poético, de la segunda parte del libro de Rivera.
En Don Segundo Sombra el narrador obedece a un registro mucho más diacrónico, centrado mucho más en una voz monocorde que se complementa por los tonos agregados de los personajes. El narrador, un gaucho culturalizado, no pierde jamás economía lingüística propia de la gente de campo que Borges tanto alababa en el Martín Fierro.
Rómulo Gallegos, por otra parte, crea, a diferencia de las otras dos novelas, un narrador omnisciente que ordena de una forma mucho más clara la estructura del discurso, echando mano de un tono poético. Este orden diferirá de la estructura atropellada y fragmentaria que posee la novela colombiana propia de su arquitectura, siendo ésta la hipotética recopilación de papeles dispersos escritos por el personaje principal.
A pesar de que las tres novelas conforman un ethos continental cada una obedece a una naturaleza lingüística propia de cada país. Es claro que estos autores son víctimas de su emoción compulsiva por agregar americanismos a las benditas novelas. Haciendo padecer al lector poco avispado dengues lingüísticos al no contar con un glosario pertinente y haciéndolo caer en errores interpretativos propios de una palabra tan divertida como lo es “chinchorro”.
Estas tres novelas sirven como eslabón entre la generación de escritores decimonónicos y los escritores del Boom. Si bien es cierto que las novelas telúricas tienen una antecedente muy inmediato en Quiroga (quien además contemporáneo suyo) es, no menos cierto, que el cenit de este tipo de literatura no es alcanzado sino hasta la llegada de estos tres novelistas: Gallegos, Güiraldes y José Eustasio “El Chinchorro” Rivera. Así pues la tradición se afianza en la realidad social, política, histórica y lingüística latinoamericana. Sobre todo en escritores como Mario Vargas Llosa, Rulfo y Carlos Fuentes.

2.-
Tres historias, tres realidades desarrolladas en diferentes espacios de América del Sur: Colombia, Venezuela, Argentina. Donde las diversas condiciones climatológicas y naturales marcan el punto clave de las novelas denominadas del paisaje: La Vorágine, Don Segundo Sombra y Doña Bárbara. Representaciones de la selva, la pampa y el llano que configuran una forma de ser de las personas y más aún, que fungen como el personaje principal en cada una de las novelas. Éstas están marcadas por un determinismo, pero un determinismo que no se encuentran en los terrenos de lo humano, es un determinismo con un sustento telúrico.
Estos tres espacios que representan, por decirlo de alguna forma, la barbarie, se encuentran confrontados con la ciudad, la civilización. En el caso de La Vorágine es la Selva ante Bogotá, en Don Segundo Sombra la pampa vs Buenos Aires y por último Doña Bárbara, el llano vs Caracas. El hecho de que estos espacios se encuentren en conflicto no quiere decir que éste sea uno abierto y tangible, sino por el contrario, una pugna entre las ideas del progreso y la modernidad contra un modelo colonialista de explotación y esclavitud.
Al parecer en la novela regionalista cada uno de los personajes funciona como una extensión del paisaje, como por ejemplo el gaucho-pampa, Cova de la selva, etc. Y también este vínculo que une el paisaje- personaje delinea la personalidad de éste último. “El concepto de Franco empezó a angustiarme: “Era yo un desequilibrado impulsivo y teatral”. La selva que absorbe a todo y a todos, la selva con vida propia cuyo reflejo es Cova “impulsivo y teatral”.
“Para mí todos los pueblos eran iguales, toda la gente más o menos de la misma laya, y los recuerdos que tenía de aquellos ambientes, presurosos e inútiles, me causaban antipatía.” El gaucho Cásares aislado, huraño como aquellas pampas y playas solitarias que guardan los rumores del retiro y la austeridad.



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