jueves, 2 de julio de 2009

Avenida Cono Sur


Con sabor a Mate y Ron

El océano Artlántico


Para Borges la biblioteca era una especie de Paraíso, un hogar. Arlt, por otro lado, sólo puede entrar en ella como ladrón. Como dice el siempre divertido Bolaño: “Es rápido, arriesgado, moldeable, un sobreviviente nato, pero también es un autodidacta, aunque no un autodidacta en el sentido en que lo fue Borges: el aprendizaje de Arlt se desarrolla en el desorden y el caos, en la lectura de pésimas traducciones, en las cloacas y no en las bibliotecas. Arlt es un ruso, un personaje de Dostoievsky, mientras que Borges es un inglés, un personaje de Chesterton, de Shaw o de Stevenson, incluso, a veces, pese a él mismo, Borges parece un personaje de Kipling. “
Si existe alguna forma para denominar la literatura argentina de la primera mitad del siglo XX ésta sería una literatura triangular, reflejo inequívoco de la sociedad y del espíritu humano. Dicho triangulo estaría compuesto así: Güiraldes en un extremo, Arlt en el otro y Borges en la punta como figura emblemática. Entre las líneas de este triángulo, y en las mismas aristas, pueden encontrarse autores no menos memorables: Bioy, Cortázar, etc.
“El Gaucho” Güiraldes reflejaría la pampa, los gauchos, esos símbolos que le sirven para codificar el significado de la literatura nacional[1]; Borges, por otro lado, se colocaría en otra esfera. Una que toma elementos de lo gauchesco pero que sobre todo se cimenta en un universo fantástico. Arlt estaría en las antípodas de estos dos escritores. Su universo es subterráneo, periférico, inmerso en los suburbios tanto metropolitanos como lingüísticos.
Quizá uno de los mayores aportes de Arlt a la literatura argentina –y a la latinoamericana en general- sea el uso del habla popular. No de el habla de los gauchos, que aunque popular poseía cierto reconocimiento, quizá fundamentado en la nostalgia. El lenguaje de los libros de Arlt es el que él escuchaba en los suburbios y conventillos[2] , un lenguaje vivo, vitArlt, que se alimenta del lunfardo y que se mueve con su ritmo. Sus novelas son un tango en prosa, milongas que bailan prostitutas y ladronzuelos.
Arlt, como sus personajes constantes escribe desde el fracaso. Por más que la crítica moderna ha intentado desprender al autor del narrador, en el caso de Arlt, como en el de muchos otros, esto resulta más bien imposible. Los personajes de Arlt son una especie de trasunto de él mismo, de sus pasos. Como señala Piglia los personajes de casi todas las novelas de Arlt se mueven entorno al dinero, a la pobreza y a la necesidad de poseer no sólo el dinero necesario sino el excedente.
No hay que olvidar que Arlt escribe en tiempos de crisis. Argentina en los primeros veinte años del siglo XX sufre de graves problemas económicos, problemas que, a la larga, se solucionarán debido a su papel imparcial en ambas guerras mundiales. Esto también dará como resultado que se convierta en un país de inmigrantes donde todos y cada uno, deberá encontrar cómo ganarse la vida.
El dinero en Arlt será de suma importancia. Tanto en los Siete locos como en El juguete rabioso funge un papel de catalizador. Debajo de todos los problemas existenciales está la identidad a partir del problema pecuniario. Una clase media que no cuenta la jerarquía histórica que tienen por ejemplo la pobreza y la riqueza. El clasemediero es un hombre gris, un hombre que ni siquiera es pobre y que por lo tanto no puede verse como víctima. Este será el centro del drama artliano: la imposibilidad de moverse de esa mediocre posición social y lo que de ello resulta.
“Frente a la hipocresía de la clase media, sólo preocupada por aparentar –aparentar riquezas que no se tienen o <>, una moral de escaparte que tapa con formalidades sus deslices- los personajes de Arlt prefieren desmarcarse y transgredir; sólo queda saltar los límites de su clase, convertirse en marginales para llegar al fondo de sí mismos y poder ser. Ser a través del mal, de la estafa, del crimen. Pero ser.”[3]
Pero la obra de Arlt va más allá de un simple retrato de su época o su condición, es una obra que se sumerge en un interminable río existencial: sus personajes centrales son más que personas, son ideas, como en la tragedia griega, cada uno tiene un papel específico que representa un concepto determinado.
Gilles Deleuze plantea el concepto de “desterritorialización”. Esto es un sistema de valores que irrumpe (o al que uno se mueve) en el universo propio y que tiene como resultado que todos nuestros conceptos e ideas cambien, es decir, se muevan hacia otro territorio en el que se acomodarán hasta ser nuevamente “desterritorializados”. Por lo menos en Los siete locos y El juguete rabioso la narración comienza en la grisura. Con Silvio Astier un poco menos, ya que su proceso es en cierta medida inverso al de Erdosain. No hay que olvidar que la novela está narrada como memoria, es decir, desde el punto de vista de un hombre derrotado, así esos años de infancia (los que corresponden más que nada al primer capítulo de la novela) son vistos en cada uno de sus actos como un triunfo irrepetible. Astier es un ladrón y en su papel encuentra todas las libertades, aquellas que pierde en la mediocridad del tener que conseguir un trabajo.
Erdosain por su parte, es un hombre frustrado desde el principio, lleno de complejos y desavenencias, fustigado por una realidad que no perdona su posición social. Pero es desde ese lugar, donde Erdosain elige tomar una decisión que cambiará aparentemente el rumbo de su vida.
Tanto uno como el otro llegan a un punto medio, la “desterritorialización”, casi siempre ocasionada por una relación amorosa frustrada. En las que, dicho sea de paso, Arlt posee un dominio verdaderamente apoteósico y genial. Esta relación frustrada será el disparador de un drama existencial que poblará ambas novelas.
Los principales antagonistas de las novelas de Arlt son los mismos héroes. Verdaderos anti-héroes que se hunden en el existencialismo y el determinismo de su posición ambigua dentro de la sociedad. Tal vez para explicar la obra de Arlt haya que recurrir a un verso de Baudelaire:
Yo soy la herida y el cuchillo,
Soy la bofetada y la mejilla
Soy los miembros y la rueda,
Soy la víctima y el verdugo.

BIOY POR LOS JARDINES DE MARIENBAD

Pensar el tiempo es en rigor situarse en la temporalidad del individuo. Nuestra existencia se reduce a una concepción ubicada en la decadencia perceptiva que termina por dar paso a la discontinuidad traducida en una vindicación de tiempos concretos. De esta manera, sería factible aplicar a la vida la idea saeriana en torno a la novela: vivimos, pues, en un movimiento continuo descompuesto.
1962 es el año de estreno de una de las películas más cercanas a esta configuración de la realidad: El año pasado en Marienbad de Alain Resnais, con guión de Alain Robbe-Grillet. Es posible que el director lograra uno de los trabajos cinematográficos más complejos que se han hecho en la corta vida del cine. Después de todo, como diría Theo Angelopoulos, la vanguardia, a cincuenta años después de que comenzara el movimiento, aún es la Nouvelle Vague. Lamentablemente, en los créditos no aparece la fuente de la renovación: La invención de Morel.
Quizás el prestigio del que gozaba Robbe-Grillet en el momento fuera un obstáculo para la ovación necesaria en el Festival de Venecia (la película ganó el León de oro). Pero esto ya no importa, y si ya he comenzado a calcar citas no veo por qué no aplicar también a El año pasado en Marienbad el comentario de Guillermo Cabrera Infante acerca de La invención de Morel: “La más hermosa historia de amores imposibles jamás filmada”.
El resultado de la película habría sido absolutamente distinto sin la complicada estructura sobre la que se apoya la novela. Si bien es cierto que la trama es sencilla y el lenguaje fluye a partir de una sintaxis liberada de florituras, el constante río que resbala bajo las palabras tiene más corrientes internas de las que podría percatarse el nadador inexperto. Al igual que en los jardines de Marienbad, nos perdemos en una derivación exponencial del tiempo en el que los signos dejan de ser signos para convertirse en una repetición infinita de instantes irónicamente paralizados en su misma naturaleza.
Jean-Luc Godard dijo en sus Histoire(s) du cinéma que el cine era como la flor de Coleridge. La invención de Morel es acaso también una de las reencarnaciones de este sueño. Lo mismo puedo decir sobre la invención maquinal, brutal, de Resnais. Y puede ser que este renacer prolongado de la realidad sobre sí misma, tal vez del sueño de la realidad, sea lo que léxico conciba el ambiente opresivo, enclaustrante en el que desembocan las dos obras. El universo y su reviven ante un espectador que finalmente pierde la seguridad de su existencia a causa de esta ruptura de los tiempos concretos de la que he hablado. En la obra de Bioy, Faustine es el círculo cuyo centro está en todas partes, que con su potencial de abstracción termina por deconstruir la delimitación del narrador: aspirar a convertirse en una imagen al igual que la misma mujer, aceptar y acelerar la continuidad de la vida, escapar a la condición del exilio para, asimismo, exiliarse en un territorio creado por la luz, el artificio de la materialidad.
Probablemente este destierro conlleve la aspiración a volverse una imagen de sí mismo, a plantarse en el gélido mundo de las ideas, de las imágenes, de los fotogramas (¿es, entonces, el cine el deseo del exilio?). La otredad reconfigura al individuo, pero la búsqueda de otro territorio se dispara a un devenir irrazonable en el que el único punto específico es el arraigo a una figura definida y a la vez vacía. El protagonista de Bioy deshecha la territorialidad, lo posible en la apropiación, para adentrarse en el anti-territorio y aun así pervivir en el aparato truculento de lo continuo. El protagonista de Resnais huye de los fríos jardines de Marienbad con su objeto de deseo, aún bajo la incertidumbre de si la fuga no representa una instancia más de un presente condenado al vaivén infinito, a la desestructuración y estructuración de lo perceptible y lo deseable.
No sé si Bioy alguna vez visitó Marienbad y sus jardines, es muy probable que sí. No cuesta trabajo imaginar su marcha bajo la escultura de Apolo, no es difícil trazar su recorrido entre los jardines hiperbólicamente geométricos de Marienbad, tampoco es improbable su ruta por los pasillos inacabables del palacio y a la vez por los desmesurados espejos que los adornan. No sería entonces imposible que el mismo deterioro elegante sufragado por el espacio le impresionara en la manera que a Resnais y le provocara un semejante asombro hacia una construcción en la que la historia pareciera escindirse de su adjudicada naturaleza subsecuente y focalizarse en un solo instante, en una sola y descompuesta realidad.




[1] Para más información sobre “El Gaucho” Güiraldes y la literatura nacional, puede consultarse el ensayo “Sabor Trooopical” entregado con anterioridad por éstos sus queridos estudiantes.
[2] En México: Vecindades. Véase en Argentina “El Conventillo del Chavo del 8”
[3] Guzmán, Flora. “Introducción”. Los siete locos. Ed. Cátedra, pág 50

No hay comentarios:

Publicar un comentario