lunes, 13 de diciembre de 2010

Primera broma


Es imposible no recordar el laberinto inacabable acodado en El jardín de los senderos que se bifurcan al leer La broma infinita de David Foster Wallace. Obra que parece escrita desde el futuro, pero en realidad se concibe desde un presente cercano al infierno. Borges delineó una novela laberinto en la que todas las posibilidades se agotaban. Pero Foster Wallace agregó, quizás sin saberlo, un elemento no falto de atractivo: la sucesión infinita de sensaciones improbables. Es decir, el encuentro con una realidad que parece más una regresión al teatro del mundo, pero disuelto en el absurdo y puesto en cámara por un trasunto macabro de Lynch.
Creo que otro de los aspectos más interesantes de La broma infinita es, y esto casi se acerca a la redundancia, su enorme ambición. No sólo porque pertenece a la familia de novelas que más me atraen, las de grandes distancias, sino porque Foster Wallace tenía una relación con la literatura por completo inusual. Definitivamente no era parte de ese estereotipo de escritor norteamericano del que ya todos estamos cansados (o por lo menos aquellos que exigimos mucho más y no nos dejamos engañar por una literatura que, quizás, nunca ha pasado por su mejor momento). Es decir, no sostenía esa clase de ideas provincianas y lineales de la literatura como muchos de sus coterráneos. Leer La broma infinita es ingresar a una sala de cine en la que de pronto la película no es una historia filmada anteriormente, sino una cámara que nos observa y refleja y da cuenta de nuestras reacciones y de nuestra repugnancia.
La empresa épica que sustenta una novela de tales proporciones no podría alejarse de una renovación del género. Ya no hay un catálogo de las naves, lo que hallamos ahora (y quiero dar un salto en lo oscuro, un salto que no revele lo que hay entre cada momento histórico) es un recuento milimétrico de drogas sintéticas, drogas que producen un estado alterado parecido a esa broma infinita de la que somos parte, ese territorio apátrida de la sociedad del espectáculo.
Como he dicho al inicio, podríamos pensar que los hechos ocurren en un futuro cercano que, sin embargo, no habla más que de un presente espantoso que tiene más que ver con una clínica psiquiátrica para enfermos depresivos al borde del suicidio. También es verdad que éste es uno de sus principales errores (los cuales son comprensibles y en gran medida superficiales), pues no pueden suscitar más que la nostalgia por un futurismo que ahora no es más que curioso. Pero una de las grandes películas de Kubrick, 2001, también cae en los mismos inevitables vacíos y sin embargo se mantiene como uno de los más recordables referentes del cine de ciencia ficción.
Lo que quiero decir con todo esto es que, a pesar de esos defectos sin importancia, La broma infinita podría convertirse en uno de los nuevos caminos para una novela que, si bien, a diferencia de la poesía, no se ha encerrado en una cápsula de tiempo, tampoco ha cambiado demasiado. Pero, ¿es necesario un cambio? No sé si importe el que sea necesario, y lo más probable es que no importe en lo absoluto, pero definitivamente, si la novela no quiere caer en la trampa que cayó la poesía, debe hallar nuevas propuestas.
Y cuando una novela nos hace preguntarnos no sólo por cuestiones fútiles, sino por algo realmente esencial, como la naturaleza misma de la novela, como la estructura profunda que sostiene no sólo unos andamiajes particulares sino algo más, es ahí que es posible apartarse de las zonas iluminadas de la literatura, aquellas que dan todo por sentado, que dan su misma naturaleza por sentada. 

Eduardo Celis-Ochoa


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